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Sinopsis

Tras descubrir de forma accidental sus antiguos diarios, relato detallado de sus amores, conquistas y desengaños, Luis Cortés inicia una carrera desbocada que le llevará a enfrentarse cara a cara con las cinco mujeres que marcaron su juventud, tantos años después, buscando respuestas a las preguntas que aún hoy retumban en su cabeza. El impacto de su aparición en cada una de ellas, y en sí mismo, los marcará a todos para siempre.

El protagonista pone todo lo que tiene en riesgo, jugando con fuego hasta quemarse, en un viaje en el tiempo que él no considera inmoral, inmerso como está en la vorágine de su búsqueda.

Ni una puta foto podría ser una novela sobre la crisis de los cuarenta, pero también sobre el tiempo perdido, el miedo a envejecer, a desaparecer de la memoria de los demás, el puro miedo a la muerte. Una historia sobre la dificultad de ser feliz con lo que uno tiene, sobre la amargura de lo que pudo haber sido y la añoranza del tiempo pasado. Una novela que mezcla pasado, presente y futuro, amargos complejos, dudas, certezas absolutas y autodestrucción. Y con toda seguridad, una novela de amor y sobre el amor, sobre cómo maduramos con la experiencia, a veces dolorosa, y sobre el arrepentimiento sin remedio de muchas de nuestras decisiones, pasadas y presentes.

Capítulo 1. La Duquesa

Alicante, sábado 29 de julio de 2006

Luis sabe que la Duquesa tiene una óptica en Alicante. El TomTom le indica que en 32 minutos estará frente a la puerta, a punto de enfrentarse a ella después de dieciocho años, si es que está hoy allí, y sobre eso no tiene ni la más mínima certeza.

La mayor parte de esa media hora la emplea en pensar, mientras conduce, en el intento que hizo de verla hace apenas dos años, mucho antes del descubrimiento de sus diarios. Volvía solo desde la playa hacia Madrid y decidió pasar por Guareña para ver si sonaba la flauta. Era un domingo de finales de agosto y creyó que sería el último día de feria; se imaginó durante todo el viaje a sí mismo entrando en el pueblo a mediodía para tomarse una cerveza en el ferial y de forma inevitable y fortuita verla aparecer acompañada de algunas amigas, «qué haces aquí», «de paso, ya ves», «¿te tomas algo?», y enganchar en una tarde de aperitivo interminable, noche loca de feria y mucho más, recuperar dieciséis años en unas horas y llegar a Madrid el lunes en un profundo lío emocional. Pero no hubo tal cosa. Cuando llegó al ferial eran las tres de la tarde, el termómetro marcaba 41 grados a la sombra y allí sólo quedaba un poco de basura esparcida de mala manera. En la gasolinera donde paró a comprar un sándwich prefabricado y una lata de Coca-Cola le informaron amablemente de que la feria había terminado el fin de semana anterior. La sensación de ridículo y la bofetada de la cruda realidad le cayeron encima de golpe, condujo hacia Madrid con el rabo entre las piernas mientras la carretera parecía desprender humo y él se preguntaba cómo se podía antes atravesar España en verano, cuando los coches no tenían aire acondicionado.

Ahora, ya en Alicante y con el coche aparcado a 350 metros de la óptica, no puede evitar volver a tener en su boca el sabor casi amargo de aquella Coca-Cola del verano implacable de Extremadura, un par de años atrás, y el pánico del fracaso intuido lo invade de la cabeza a los pies, se agarra al volante con fuerza y tiene que contar hasta tres para no arrancar de nuevo y enfilar la carretera de vuelta a Jávea y luego a Madrid y Oxford de un tirón si hace falta. Pero no lo hace. No ha llegado hasta allí para condecorarse con otro fracaso, no al menos sin intentarlo; esta vez no se va a ir sin entrar y preguntar por ella, sin darse una oportunidad de asomarse otra vez a sus ojos negros.

El mar está a apenas doscientos metros del coche en dirección opuesta a la Óptica y Luis decide acercarse primero a verlo, en busca de energía o inspiración, o al menos de un poco de brisa que le desacelere el pulso y la velocidad de los pensamientos en su cabeza galopante. El mar tiene normalmente un influjo positivo y ayuda a soñar, no le puede hacer ningún mal, piensa mientras camina despacio, intentando no sudar, buscando la sombra y abriendo bien la nariz, sintiendo ya el olor inconfundible, viendo pasar gente desconocida a su alrededor, veraneantes madrugadores (son apenas las diez de la mañana), profesionales que aún no han empezado las vacaciones (todavía es Julio), policías municipales que no le prestan ninguna atención y, por fin, el mar, más allá de una playa ancha que ya tiene sombrillas y niños jugando con la arena, castillos que no están en el aire, como los que le ocupan a él en este momento, buscando las palabras mágicas con las que iniciar una conversación que lleva esperando tantos años. Por un momento piensa en escribir algo en una hoja de papel: una lista de opciones e ideas, las cosas que le puede decir si todo se viene abajo y se apagan las luces. Y no puede evitar pensar en aquellas conversaciones telefónicas entrecortadas y frustrantes, con una mano temblorosa que sostenía una hojita con la lista de lo que le tenía que decir a la Duquesa, en la cabina de la esquina de casa, las monedas cayendo implacables, los puntos de la lista cayendo también en una conversación apagada, uno a uno, de forma inexorable, sin que ella añadiera ninguno por su parte, sintiendo cómo se acababan antes las ideas que las monedas, llegando de forma irremediable a los «bueno, dime algo», «que te diga qué», «no sé, algo», y mover la cabeza desolado mientras se preguntaba, otra vez, qué es lo que había hecho mal.

Pero esta vez no habrá listas, no tiene sentido. En el coche ha pensado si entrar en la tienda preguntando por unas gafas o unas lentillas, como por casualidad, pero la mentira no tiene ni pies ni cabeza, lo mejor es afrontar la situación de forma directa e ir al grano cuanto antes. Y aunque no sabe lo que es «el grano», al menos tiene claro que no quiere dar más explicaciones de las estrictamente necesarias. Suspira de forma profunda frente al mar y gira sobre sus pasos para dirigirse, esta vez sí de forma definitiva, a la óptica que lleva el apellido de las hermanas Duque. Recorre de nuevo la distancia andando despacio, no hay prisa, y a medida que se acerca al destino el corazón se va tranquilizando, es como el momento de entrar en el quirófano, la proximidad de lo inevitable hace bajar las pulsaciones, es mucho peor la espera de las horas anteriores, el ayuno y la duda de si vestirse y salir corriendo de ese hospital que no puede traer nada bueno. Localiza una cafetería frente a la óptica y por un momento duda si, con la excusa de un café, apostarse frente al destino final y vigilar entradas y salidas, imágenes a través de los cristales y registros de actividad, pero una vez más la lógica de la realidad puede con las divagaciones nerviosas y deja la posibilidad de la cafetería como opción para una probable espera o como lugar para acoger eventualmente una larga conversación con la Duquesa.

Por fin está frente a la puerta, hay pegatinas publicitarias y una clara indicación de «Tirar» junto a la de «Abierto» que ya no deja lugar a dudas. Al abrir la puerta una ráfaga de aire fresco le alcanza la cara, el aire acondicionado debe llevar funcionando ya algunas horas, y un olor agradable que le recuerda a las violetas le acompaña mientras se planta en el centro de una sala amplia con mostradores que cubren todas las paredes, forradas de cientos de gafas, mesas individuales con grandes espejos donde no es difícil imaginarse a los clientes probándose modelos frente a la Duquesa, o a su hermana o a alguna de las dependientas, como las dos que lo miran en este momento, desde sus batas blancas, tras el mostrador donde está la caja registradora, al lado de una puerta en la que se lee «Consultas» y que hace intuir más tienda donde quizás se esconde una Duquesa que no está a la vista de momento.

—Buenos días —dice una de las dos chicas de bata blanca, acompañando el saludo con una sonrisa natural que al menos le hace sentirse bienvenido de momento.

—Buenos días —contesta Luis mientras se pregunta, ahora con poco tiempo de reacción, si debe preguntar directamente por la Duquesa o esperar una segunda pregunta por parte de la chica sonriente.

Mientras espera, y seguramente invitada por la total inmovilidad de Luis, plantado en el centro del local y sin aparente interés en los cientos de modelos de gafas a la vista, la dependienta rompe por segunda vez el hielo.

—¿Le puedo ayudar?

«No mucho», piensa Luis fugazmente, pero evita compartir el comentario y se centra rápidamente en una respuesta más convencional.

—Sí, por favor. Estoy buscando a Lola Duque.

Al momento lamenta la frase. ¿Estoy buscando? ¿Es que es acaso un policía, o peor aún, un psicópata que viene hasta Alicante buscando a una mujer? ¿Es que después de tres semanas planificando el encuentro no podía haber elegido una frase menos agresiva, más sutil? Le inunda fugazmente un sentimiento de desánimo y pesimismo, pero lo siguiente que dice la chica sonriente le llena de esperanza y optimismo.

—Lola no ha llegado todavía.

Por un momento ella parece dudar si dar más detalles o esperar a recibir más preguntas por parte del desconocido. Para Luis la información es enorme. La frase indica primero que la Duquesa no está en el local, detrás de alguna de las puertas cerradas (y ahora con más calma cuenta hasta cuatro), y segundo y más importante, la palabra «todavía» parecía indicar que la esperan más tarde, o lo que es lo mismo, que no está de vacaciones en el Caribe ni nada por el estilo. La segunda pregunta, que hace ya con un nivel de calma mucho más intenso, es de cajón

—¿Y sabe más o menos a qué hora va a llegar?

—¿Seguro que no le podemos ayudar nosotras?

Está claro que la chica no va a dar más información sin asegurarse de quién es el extraño que pregunta y de entender al menos con qué intenciones, y además, por si acaso se trata de un perturbado, la indicación de «nosotras» le recuerda como por casualidad que ella no está sola en la tienda, que son dos para defenderse de posibles ataques. En ese momento Luis decide bajar la guardia, emplear su sonrisa y encanto natural y, mientras se acerca despacio al mostrador, va contestando con voz tranquila y honesta:

—Muchas gracias, pero me temo que no. Me llamo Luis y soy un antiguo amigo de Lola. Estoy de paso y me gustaría saludarla, eso es todo. No la he llamado para avisar, ha sido todo una casualidad, no quiero molestar. Voy a estar solo unas horas en Alicante, pero no quería dejar de probar, es la primera vez que vengo a la óptica también.

Resulta convincente y tranquilizador, y por primera vez la segunda dependienta se dirige a él, antes de que la primera articule su respuesta.

—Lola suele llegar sobre las once o así, no creo que tarde mucho. ¿Quiere que la llamemos al móvil?

Luis mira el reloj disimulando su nerviosismo, las cosas están saliendo mejor de lo esperado y comprueba que quedan apenas treinta minutos para las once.

—No, no, no merece la pena. He visto que hay una cafetería enfrente —dice mientras se gira ligeramente y señala vagamente hacia el exterior de la tienda—. Voy a tomar un café, aprovecho para hacer un par de llamadas y vuelvo en media hora o así a ver si hay suerte, si no os importa.

Por la expresión en las caras de las dos chicas es evidente que no les importa, más bien la aparición de Luis parece haberles alegrado el día. Hay un punto de inesperada aventura en la aparición de un desconocido que no tiene demasiado mal aspecto, aunque parece un poco nervioso y evidentemente no ha tomado mucho el sol últimamente por el tono de su piel, de acento madrileño y que pregunta por una de las jefas como quien no quiere la cosa; un antiguo amigo, sí, ¿pero qué clase de amigo?

—No se preocupe, que no tardará en llegar. La cafetería está bien para esperar un rato, o si prefiere, aquí puede sentarse en una de las mesas, tenemos algunas revistas.

La primera de las chicas ha tomado de nuevo el control de la conversación y le indica con la mano un montón no muy grande de revistas y con un gesto de la cabeza, la fila de mesas individuales en la parte izquierda de la óptica.

—Muchas gracias, pero no quiero molestar, mejor espero en la cafetería.

Y mientras va retrocediendo hacia la salida Luis sonríe de nuevo y se despide con un «hasta ahora» que no deja lugar a dudas sobre su intención de volver en unos minutos. Mientras camina hacia la cafetería Luis se dice a sí mismo que las chicas habrán llamado a la Duquesa antes de que él alcance a abrir la puerta del bar y que, aunque eso elimina el efecto sorpresa, quizás no sea un mal comienzo, si ella es capaz de adivinar que el Luis que la está esperando frente a su óptica es el Luis que hace dieciocho años que no ve.

Desde la cafetería no se puede ver la óptica, lo que es un fastidio. Luis pide un Aquarius y se sienta en una mesa de cuatro, mirando hacia la puerta, por si acaso la Duquesa decide no esperarle y sale a su encuentro. Se hace propósito de no volver hasta las once y cinco, lo que le da una media hora que rellenar. Tiene su teléfono móvil, pero nadie a quien llamar de forma imperiosa, así que saca del bolsillo de su americana de verano el paquete con las hojas que quizás entregue a la Duquesa a lo largo de la mañana. Las relee de forma cuidadosa, matando el tiempo mientras llena su imaginación, otra vez más, con las escenas del pasado que tal vez pueda revivir con ella pronto.

El tiempo pasa rápido y a las once y diez le pide al camarero la cuenta con un gesto inequívoco de sus dedos, se levanta, se pone la chaqueta, devuelve los papeles al bolsillo lateral derecho y mientras paga su bebida busca un espejo donde mirarse a la vez que se desordena un poco el pelo. Visita el baño del local, para disminuir tensiones innecesarias, y se lanza a la calle de nuevo para cruzar los apenas cincuenta metros que le separan de algo que aún no sabe muy bien cómo va a salir. Hace ya más calor, va a ser un día seco y duro y agradece estar cerca de la óptica; no quiere llegar sudando y sofocado, intentando entablar una conversación con testigos (al menos las dos dependientas y puede que hasta algún cliente) mientras le caen goterones por la frente. Camina despacio y respira profundo, intentando pensar en otras cosas, un baño en el mar, por ejemplo. Por un momento tiene la visión de estar sentado en un avión dirigiendo el chorro de aire acondicionado a su cara, mientras cierra los ojos. Lo siguiente que ve es la puerta de la óptica y tira de ella sin dudar para entrar en el local, por segunda vez en la mañana, intentando aparentar un nivel de indolencia tolerable y preguntándose qué va a hacer y decir si la Duquesa no ha llegado aún. Pero no hace falta. Detrás de la caja registradora, inclinada sobre lo que parecen cartas recién abiertas ve la melena negra, que tapa parcialmente el rostro. La Duquesa no lleva bata, sino una camisa blanca, muy sencilla, que hasta donde alcanza a ver Luis es bastante ajustada. Luis está pendiente de las dos chicas, que ahora parecen colocar gafas en los mostradores, cada una en un extremo del local. No hay clientes, y Luis está a punto de saludar cuando la Duquesa levanta la cabeza, apartándose ligeramente el flequillo de la cara, y Luis no puede evitar pensar que es un gesto estudiado y practicado, podría apostar a que lo ha ensayado mientras él mataba el tiempo en la cafetería. No hay tiempo para más pensamientos, lo inunda una avalancha de sensaciones, todas intensas, todas positivas, cuando descubre que la Duquesa sigue siendo la Duquesa y que le está sonriendo, los mismos ojos, la misma frente ancha, el mismo cuello esbelto, la nariz recta y fina, y ahora ella le está hablando, pero se ha perdido su comentario, «mierda, vaya forma de empezar», embobado con mirarla como si fuera una aparición, realmente está tan guapa como siempre. Entonces le llega el sonido de su voz, con uno o dos segundos de desfase con respecto al movimiento de sus labios; es un curioso fenómeno físico, como los rayos y lo truenos en las tormentas, jugando a adivinar si se acercan o si se alejan.

—Hola, Luis, qué sorpresa verte por aquí.

Eso es lo que ha dicho la Duquesa, y le está sonriendo aún, parece que de forma franca. No detecta ironía en sus palabras, aunque la sorpresa es relativa, las muchachas la tienen que haber avisado y ha tenido tiempo de sobra como para decir ahora que es una sorpresa verle… Por dios, que chorradas está pensando, hay que centrarse en la conversación. Lola está esperando una respuesta, las dos chicas están esperando una respuesta, el mundo entero está esperando una respuesta ocurrente y simpática. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Diez segundos?

—Hola, Lola, me alegro mucho de verte. Espero que no te moleste que me haya presentado aquí sin avisar.

Ya está, ha salido de golpe, sin tartamudear, la voz no se ha quebrado, ha hablado sin apartar la mirada de sus ojos, venciendo la tentación de recorrer todo su torso con su mirada, ahora que Lola se ha incorporado del todo y puede verla hasta la cintura. Pero habrá tiempo para eso después, ahora hay que hilvanar la conversación, presiente que los primeros dos minutos, quizás el primero, va a ser crítico para todo lo que va a pasar o no va a pasar después.

—No, no me molesta para nada, aunque me has pillado de casualidad, en unos días salgo de viaje. Pero ¿qué haces por aquí? ¿Trabajo o vacaciones? ¿Y cómo has dado con la tienda?

Son muchas preguntas que hay que gestionar bien, así que Luis decide empezar por las más fáciles de contestar.

—Estoy de paso, por trabajo. Mi madre tiene un apartamento en Jávea y vine a verla ayer, pero en realidad estoy aquí para una reunión de negocios, bueno, una celebración más bien; un conocido que se retira y hace una fiesta, nada demasiado excitante.

Luis hace una pausa. Lola sigue mirando y la sonrisa aún no se ha borrado de su boca. ¿No dura ya un poco demasiado? Decide continuar.

—Estando tan cerca… no sé, me dio como una especie de corazonada y me he dicho «vamos a ver si está Lola, tal vez podamos charlar un rato».

Ahora sí que la ha cagado: ¿una corazonada? No ha contestado a su pregunta de cómo ha sabido dónde está la tienda, ¿y le habla ahora de una corazonada? Quién es él, ¿un mago o algo así? Ahora la sonrisa ha desaparecido de la cara de Lola, que no obstante parece haber dado por buena, de momento, la explicación.

—Pues me alegro —dice, y suena casi sincera—. Pero de verdad que sólo voy a poder charlar contigo un ratito, tenemos un montón de lío hoy. ¿Nos tomamos un café?

Luis dice que sí y mira alrededor para intentar localizar el «montón de lío». Las dos chicas han dejado de juguetear con las gafas en los mostradores y lo están mirando directamente, sin ningún pudor. Clientes sigue sin haber en el local, pero ¿quién es él para juzgar si el lío es mucho o poco o si la cosa se va a liar a lo bestia de aquí a un rato? De momento tiene una invitación para tomar un café y eso le va a dar, a poco que salgan las cosas medio bien, al menos treinta minutos de conversación, que es mucho más de lo que había imaginado en sus sueños más optimistas.

Conoce al autor

Javier Velilla

Javier Velilla (Don Benito, Badajoz) es ingeniero agrónomo (Universidad Politécnica de Madrid). Ha residido con su familia en Madrid, Valencia y Oxford, y en la actualidad vive en Arabia Saudí. Ni Una Puta Foto es su primera novela.

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